31 de enero de 2012

Segundo retorno invisible

No es que ya no escriba porque sea una completa dejada o porque me canse de mantener un blog, es que activé un dispositivo de invisibilidad sin querer y ahora nadie puede leer mis posts. Como habréis deducido, mis ávidos lectores, esto es una mentira y, además, cochina. Como buena marmota que fui en mi otra vida, no consigo imponerme una rutina a la hora de escribir, ni siquiera con el blog, del que me acuerdo cada vez que leo una noticia como ésta:

La información sale en "El Mundo". Como por alguna razón sobrenatural me he vuelto suspicaz en lo que concierne a los medios de comunicación, os aconsejo leerlo como algo curioso. No explicaré de nuevo los resultados de investigaciones que vayan saliendo sobre la invisibilidad (o sí, mi nivel de fiabilidad ronda el de un periódico cualquiera) por riesgo de parecer repetitiva y porque mi karma sigue siendo de marmota (con el periodo de hibernación incluido).

La cuestión es que en los últimos meses he vuelto a alzar los instrumentos de una de mis aficiones favoritas: la escritura. Por ello creo que me vendrá bien ponerme a escribir en el blog lo que se me ocurra o aprovecharlo para compartir con los que os aburráis algunos de los relatos que escribo en mis cursos de escritura creativa. Y como esto es gratis también me vendrá bien entrenar mis dotes comunicativas para cuando alguien oiga mi programa de radio y quiera hacer un fichaje estrella con mi persona (este hecho y que se acabe el mundo en diciembre tienen más o menos la misma probabilidad de ocurrir).

Para cerrar este inesperada vuelta a la vida del blog, os pongo uno de los primeros ejercicios del curso de escritura creativa. Ya sé que es bastante malo (puedo leeros el pensamiento), pero me gustaría que sirviera para comprobar si hay cierta mejoría con el tiempo. En este caso en concreto intentaba practicar los tiempos verbales y la utilización de flashbacks:

Desde la distancia.

Axel consiguió atravesar el patio de armas a pesar del manto rojo de adoquines que resbalaba bajo sus pies. Parecía como si el sol se hubiera cansado de brillar en aquella tierra. La fina lluvia insistía en su afán por dificultarle la visibilidad. Los largos mechones pelirrojos se le pegaban a la frente y no era capaz de distinguir dónde estaba la torre que antaño presidiera los entrenamientos de los jóvenes escuderos. Por suerte podía dibujar un recuerdo bastante nítido de aquel lugar.
La perspectiva había cambiado, en aquel entonces era sólo un niño. La torre principal se elevaba ante sus ojos, le encantaba tocar la pared color marfil y trepar por los muros hasta que se le levantaba la piel de las manos. A esas alturas ya solía escocerle tanto que se sentaba en alguna cornisa para soplar las magulladuras. La escena se repetía casi cada día, disfrutaba esperando a que ella le descubriera. Con la voz aguda de un animalillo salvaje, le increpaba para que bajara inmediatamente de allí. Siempre con el pelo revuelto y la cara sucia, aquellos enormes ojos le miraban con reproche en cuanto tocaba el suelo. Era pequeña, pero conseguía pegarle con una fuerza que parecía sobrehumana en unas manos a primera vista tan frágiles. Tras hacerlo intentaba consolarle soplando en la zona enrojecida, haciendo imposible contener una risa compartida. En cuanto la niña miraba hacia otro lado, se aferraba al saliente más cercano y volvía a subir lo más alto posible, para que ella se fijara de nuevo en él desde la distancia.
Ahora el nuevo color lo teñía todo. Incluso las gotas de agua rebotaban contra su abrigo de cuero como chispas rojas saltando de una hoguera. El dolor era insoportable. El sonido del golpe sordo de su rodilla contra el suelo hizo eco en el patio vacío. Eso era lo único que le quedaba, lo que sustituía a las risas de aquellos niños.
En ese mismo lugar, cuando se separaron, ella gritaba y arañaba con furia la mano que le agarraba por el pelo. Hasta en ese momento parecía un gato rebelde. Era más valiente que él, sentado impotente en la escalera que accedía a la torre, apretando los dientes y observando la escena fijamente, como si le faltaran los párpados. Tenía que recordar con claridad todos y cada uno de esos rostros, imaginarlos cada día para poder planear en su mente cómo acabar con ellos cuando tuviera la fuerza suficiente.
El recuerdo se desvaneció e intentó ponerse de pié. Aquellas caras pintadas en sus cabezas habían suplicado y rogado, pero acabaron rodando por el bosque. No necesitaba volver a escalar, nadie iba a fijarse en él. En lugar de aprovechar la altura de los árboles para alejarse de las bestias salvajes, dejaba que devoraran los restos mientras limpiaba la hoja de su espada sentado en alguna roca. Atravesó al último justo antes de escuchar un silbido que se acercaba hacia su espalda. Al girarse creyó ver a una sombra desapareciendo de la almena de una torre muy parecida a la que tocaba en ese instante.
Cayó, la flecha terminó de atravesarle el pecho y el aire salió de su cuerpo por última vez pronunciando su nombre.